Servus, Pater et Angelus. ¡San Carlos Borromeo, Ayuda a tu Iglesia! Homilía de monseñor Carlo Maria Viganò 

6 Novembre 2024 Pubblicato da Lascia il tuo commento

 

Marco Tosatti

Queridos amigos y enemigos de Stilum Curiae, ponemos a vuestra disposición la homilía pronunciada por el arzobispo Carlo Maria Viganò con ocasión de la fiesta de san Carlos Borromeo. Disfruten leyendo y compartiendo.

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SERVUS, PATER, ET ANGELUS

Homilía en la Festividad de San Carlos Borromeo

 

Sacerdote y pontífice,

y artesano de las virtudes

 

Hace cuatrocientos cuarenta años, el 3 de noviembre de 1584, san Carlos Borromeo entregó su alma a Dios a la edad de cuarenta y seis años. Pertenecía a la antigua y noble familia paduana Buon Romeo, que tenía su propio castillo y el condado en Arona, en el lago Mayor. Tonsurado con sólo siete años, a partir de noviembre de 1552 estudió Derecho en Pavía y se convirtió en doctor in utroque jure en 1559. Elegido miembro de la Prelatura como cadete, comenzó su carrera eclesiástica a los veintidós años, cuando su tío Giovanni Angelo de Medici -elegido Papa con el nombre de Pablo IV- le asignó cargos importantes: abad comendador de una docena de abadías, legado de la Romaña, protector del Reino de Portugal y de los Países Bajos, Arcipreste de Santa María la Mayor, Gran Penitenciaría, administrador de la Diócesis de Milán y luego secretario de Estado. La vida del joven Carlo estuvo dedicada al servicio de la Iglesia y del Papado, por lo que el apellido Buon Romeo parece expresar perfectamente la fe del peregrino que se dirige hacia la Roma de los Mártires, la Roma de Pedro y Pablo, y la Roma de la gran Reforma católica y del Concilio de Trento.

Su ideal presbiterial consistió en no crear un cuerpo distinto de los demás, cuyas partes se unían orgánicamente y obedecían todas a una sola cabeza. «ustedes son mis ojos, mis oídos, mis manos », dijo Carlos a sus sacerdotes: esta metáfora tenía para él un valor literal. Fundó los Oblatos de San Ambrosio, tomando como ejemplo las Constituciones de los Oratorios de san Felipe Neri.

Su Congregación constituía un cuerpo de voluntarios a disposición del obispo, bien entrenados y formados, dispuestos a asumir tareas difíciles y exigentes. Los Oblatos fueron utilizados para la dirección de los Seminarios y, sobre todo, para la predicación de las misiones al pueblo. Su carisma, en el que se pueden ver muchos elementos ignacianos, consistió en mantener viva una espiritualidad marcada por la pertenencia al clero diocesano, por el voto de obediencia al obispo y por la salvaguardia de los elementos propiamente ambrosianos.

La situación de la Iglesia en el siglo XVI no era de las mejores. La decadencia moral de los laicos y del clero debido a la secularización inducida por la cultura del Renacimiento -de clara orientación neopagana, cabalística y esotérica en los sectores dominantes- fue acompañada por una pobre formación doctrinal. La corrupción de la Curia Romana, utilizada como pretexto por los herejes para atacar al Papado, hizo muy difícil el gobierno de la Iglesia y muy poco eficaz el ministerio de los Pastores.

El Concilio de Trento, en el que Borromeo colaboró activamente, logró curar esta crisis eclesial con una gran reforma que dio un nuevo impulso a toda la sociedad, no sólo bajo un perfil religioso, sino también moral, cultural, artístico y económico. Comenzó la fundación de seminarios, gracias a los cuales los clérigos se preparaban para afrontar los compromisos sacerdotales en las diversas disciplinas eclesiásticas. En resumen, los Papas y los obispos tridentinos se comportaron de una manera diametralmente opuesta a lo que hicieron los Papas y los obispos del Concilio Vaticano II, que utilizaron su “Concilio” no para combatir los nuevos errores, sino para introducirlos en el recinto sagrado; no para restaurar la sagrada Liturgia, sino para demolerla; no para reunir el rebaño católico en torno a los Pastores, sino para dispersarlo y abandonarlo a los lobos. Si san Carlos estuvo inflamado de amor por la Misa y por la santísima Eucaristía -son famosas sus homilías al pueblo y sus meditaciones al clero sobre este tema-, los obispos de tres siglos después pisotearon su legado, debilitando precisamente esas dos instituciones de la Ortodoxia católica que una vez más se veían amenazadas por el neoprotestantismo del cual se hicieron promotores. Si san Carlos fue un devoto defensor del culto mariano, del cual comprendía el fuerte valor antiprotestante, los partidarios del Vaticano II intentaron debilitarlo por todos los medios, para favorecer culpablemente el diálogo ecuménico. Y esos Seminarios y Ateneos que Borromeo fundó para la defensa de la Fe y la disciplina del Clero, trescientos años después se convirtieron en receptáculos de rebeldes y fornicadores. Y esto no sucedió por casualidad, sino por la voluntad deliberada y perversa de destruir ese modelo que había demostrado ser indiscutiblemente eficaz, para que la Iglesia Católica se encontrara igual y peor que en el siglo XVI.

El modelo de los bienes inmobiliarios que poseía la familia Borromeo y su espíritu genuinamente lombardo inspiraron a San Carlos en el gobierno de la Iglesia. Su economía pastoral llevó la impronta de ese modelo y consistió en distribuir “tierras” a los buenos arrendatarios (los pastores), visitándolos y controlándolos. Esa economía era geográfica y territorial, orientada a un mejor rendimiento en términos de cosechas y de los “frutos” de los terrenos -las parroquias- confiadas a celosos ecónomos. El conjunto de textos votados por el Concilio de Trento en 1562-63 presentaba el ideal, ofrecido a una ambición superior y vinculado a la urgencia de los tiempos, de la eminente dignidad y de los deberes del Obispo. A lo largo de su vida, los Canones reformationis generalis de Trento tuvieron para San Carlos el valor de una revelación decisiva. Asistió y colaboró en la realización de esta imagen del obispo, un hombre de acción: «un hombre de frutos y no de flores, de obras y no de palabras“, en palabras del cardenal Seripando. Borromeo no podía concebir la Fe sin las obras – doctrina fundamental del Concilio tridentino, negada por la sola fides de los protestantes– y su vida fue un monumento a la acción pastoral, alimentada por una sólida espiritualidad y un gran amor por el pueblo, por los pobres, por los necesitados. También en esto es muy elocuente y significativo su ejemplo: su compromiso en el cuidado de los apestados durante la peste que azotó a Milán en 1576-1577 le llevó a organizar procesiones penitenciales y a visitar y comunicar personalmente a los enfermos en los lazaretos. Los tímidos cortesanos, hijos del Vaticano II, que hace unos años se refugiaron en sus curias, incluso prohibiendo la celebración de la Misa durante la farsa pandémica, deberían sonrojarse de vergüenza frente al celo de San Carlos y su clero.

Una regla dada a los sacerdotes por el Tridentino era: Se componere (Conc. Trid., VIII, p. 965), adecuarse a la función, transformarse al pie de la letra: «Es tanto mi deseo que ahora se espere ad exequir, ya que este Santo Concilio será confirmado en conformidad con la necesidad que todo el cristianismo tiene de él y ya no de disputar». Borromeo no fue un teólogo, ni un gran polemista -por eso no lo vemos contado entre los Doctores de la Iglesia-, sino un pastor, es decir, un fiel ejecutor. «Nos gustaría haber observado diligentemente todo lo que está prescripto en todos los Sínodos anteriores», dijo en 1584. Y dijo también: «La vida de un Obispo debe ser regulada […] únicamente según las leyes de la disciplina eclesiástica». ¡Qué abismo, queridos hermanos, separa a esta estirpe de santos prelados de los que hoy han ocupado su lugar! La obediencia de aquéllos se ha convertido en rebelión de la segunda, la pobreza en codicia de bienes y de poder, la castidad en vicios y fornicación, la fidelidad al Magisterio en estímulo ostentoso de la herejía.

San Carloss también supo elegir a sus colaboradores, sustrayéndolos ándolos a menudo de otras diócesis, hasta el punto de que san Felipe Neri, con la confianza habitual entre santos, lo llama «ladrón de obispos». Cuando se convirtió en arzobispo de Milán, en 1564, convocó el Sínodo diocesano y reunió a sus mil doscientos sacerdotes para dictarles un programa para la aplicación de los decretos tridentinos y una serie de medidas disciplinarias (residencia, reducción del número de beneficios, moralidad, estudios eclesiásticos, prácticas pastorales) que no dejaron de suscitar protestas, especialmente cuando aplicó multas pecuniarias a los clérigos desobedientes. Confió el Seminario ambrosiano a los jesuitas, sin dejar de vigilar y supervisar hasta los mínimos detalles de la vida de los jóvenes que allí se formaban. La institución de la Visita Pastoral fue un instrumento que permitió a San Carlos seguir la vida de las parroquias, asegurando la plena aplicación de los Decretos del Concilio de Trento.

Cuando su tío Pío IV de Médicis murió en 1565 y Pío V Ghislieri fue elegido en 1566, Borromeo se dedicó por completo al cura animarum en su propia diócesis. Aquí luchó enérgicamente contra la difusión de las herejías luteranas, calvinistas, zwinglianas y finalmente anabaptistas que encontraron seguidores entre los Agustinos, los Franciscanos y los Dominicos. Pero contra las rebeliones, las sectas, los carnavales y los sobornos -sus principales adversarios-, San Carlos prefirió los rigores de la predicación o de la ley eclesiástica, antes que la injerencia del poder temporal, en ese momento bajo dominación española. Fortalecido por el ejemplo de su ilustre predecesor san Ambrosio, nunca se doblegó ante el excesivo poder de la autoridad civil, a la que no dudó en imponer incluso la excomunión. Borromeo creó así un cuerpo de élite, gracias a instituciones modelo en las que todos los métodos aplicados en la diócesis podían funcionar de manera ejemplar: «Nihil magis necessarium aut salutare videri ad restituendum veterum ecclesiasticorum disciplinam quam Seminarii institutionem» [Nada parece más necesario o saludable para restaurar la antigua disciplina del clero que el establecimiento de seminarios]. San Carlos se ocupó de las vocaciones tardías, de los curas de pueblo, de los pequeños seminarios, de la formación eclesiástica en los cantones suizos vecinos, Ticino y los Grigioni. Pero la élite que se formó allí no era la de la riqueza ni la de la nobleza ni la del conocimiento: los pobres eran mayoritariamente recibidos y ayudados económicamente. Contra el letargo de los sacerdotes y obispos opuso el ascetismo, para convertirlos en siervos, padres y ángelesServidores del Obispo en su servicio a los fieles; padres de las almas, siguiendo el ejemplo de los Padres de la Iglesia antigua y de sus sucesores; los ángeles, finalmente, por la imitación de un orden jerarquizado, por la castidad que les otorga la posteridad espiritual y por su condición de seres separados. Las danzas o las supersticiones que suprimió no las sustituyó con discursos, sino con gestos: él mismo dirigía las procesiones de las reliquias, se profesaba públicamente devoto de los santos, se hizo peregrino de la Sábana Santa a Turín o de la Virgen en Varallo, Varese, Saronno, Rho, Tirano o Loreto. Y supo ser tan orgulloso Príncipe de la Iglesia frente a los poderosos como tierno Pastor del pueblo cristiano, siempre sin humillar nunca la dignidad de la que estaba dotado. Su sobrino y sucesor en la Cátedra de Milán, Federico, escribió elocuentemente sobre él: «nunca se quebrantó, y […] fue un obispo que jamás dejó de serlo».

Finalmente, fue gracias a San Carlos que en 1575 se restauró el venerable Rito Ambrosiano, en el que fui bautizado por inmersión y en el que celebro diariamente el Santo Sacrificio. Todavía hoy sobrevive, en su versión no corrompida por la pseudo reforma litúrgica de Giovanni Battista Montini, en algunas iglesias de la diócesis de Milán.

Invoquemos la intercesión de san Carlos Borromeo —cuyo nombre tengo el honor de llevar— en estos tiempos dolorosos que afligen a la santa Iglesia. Que él sea modelo y ejemplo para nosotros, especialmente para aquellos de vosotros que os estáis preparando para ascender a los grados del Orden Sagrado y para los que ya son sacerdotes. Que nos guíe en nuestra vida y en nuestro ministerio con la dignidad con la que san Carlos ocupó importantes y delicados cargos al servicio de la Iglesia; la firmeza paternal con la que supo reformar el clero y la disciplina eclesiástica; la mansedumbre con la que instruyó al rebaño que el Señor le había confiado; severidad consigo mismo en la oración, en el ayuno y en la penitencia. Confiamos a su protección la barca de Pedro,  una nave sin timonel en una gran tormenta, para que implore desde el cielo nuevos pastores santos que no se postren ante el mundo, sino ante Cristo; que sean fieles a la Santa Iglesia y al papado romano, y no esclavos de los enemigos de ambos. Y como hemos escuchado en el Evangelio de ayer, pongamos nuestra confianza en Nuestro Señor que duerme mientras las olas amenazan con sumergir la única Arca de la salvación. Que la voz serena del Salvador responda a nuestras oraciones, el Salvador que domina el mar y los vientos. Tempora bona veniant. Y que así sea.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arcivescovo

4 de noviembre de MMXXIV

San Carlos, obispo de Milán y Confesor

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Publicado originalmente en italiano por Marco Tosatti el 5 de noviembre de 2024, en https://www.marcotosatti.com/2024/11/05/servus-pater-et-angelus-san-carlo-borromeo-aiuta-la-tua-chiesa-omelia-di-mons-vigano/

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

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