San Carlos Borromeo. ¿Qué pensaría del Sínodo sobre la sinodalidad? Monseñor Carlo Maria Viganò
7 Novembre 2023
Marco Tosatti
Estimados amigos y enemigos de Stilum Curiae, ofrecemos a vuestra atención la homilía pronunciada por monseñor Carlo Maria Viganò en ocasión de la fiesta de san Carlos Borromeo. Feliz lectura y difusion.
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FIESTA DE SAN CARLOS BORROMEO
4 de noviembre de 2023
Celebramos la fiesta de San Carlos Borromeo, Cardenal Arzobispo de Milán, Confesor de la Fe, Patrono de la ciudad y de la diócesis ambrosiana. Un Santo que, como todos los Santos proclamados por la Iglesia antes de la revolución conciliar, hoy sería señalado como divisionista, intolerante e integrista por el inquilino de Santa Marta, considerado el Sucesor de aquellos Papas que quisieron a este gran Prelado en Roma, primero como miembro del Santo Oficio y secretario de Estado -bajo su tío Pío IV- y después como consultor en el Concilio Tridentino y ejecutor de la reforma que puso en marcha a finales del siglo XVI, reinando San Pío V. Fue presidente de la comisión de teólogos nombrada por el Papa para redactar el Catechismus Romanus junto con grandes figuras de la Reforma católica como san Pedro Canisio, santo Toribio de Mogrovejo y san Roberto Belarmino. Trabajó en la revisión del Misal, del Breviario y de la música sacra; se involucró en la fundación de seminarios -institución eminentemente tridentina- y en la defensa del Orden Sagrado, del celibato sacerdotal y del matrimonio. Fue un pastor celoso, muy generoso con los pobres y los enfermos, implacable adversario de los herejes reformados y de los herejes protestantes, caritativo y acogedor con los católicos ingleses que se habían refugiado en Italia para huir de las persecuciones de Isabel I, la Sanguinaria.
San Carlos fue, en síntesis, un verdadero obispo conciliar por derecho propio, que se hizo infatigable promotor del espíritu del postconcilio tanto en la Iglesia universal como en la ambrosiana. Imagino que, así formulada, esta afirmación puede suscitar cierto estupor; pero si le prestamos atención, el rol de este Santo Obispo respecto al Concilio de Trento fue análogo al que, cuatrocientos años después, desempeñaron otros Obispos y Prelados en el Concilio convocado por Juan XXIII. Análogo, pero de signo diametralmente opuesto. Y es en esto que podemos comprender la diferencia que subsiste entre ser buenos pastores fieles a Cristo y ser mercenarios a sueldo del enemigo. En esto podemos ver la diferencia entre el siervo bueno y fiel que hace fructificar los talentos recibidos de su Señor y el siervo malvado que los entierra (Lc 19, 22).
¿Cuál es, entonces, la diferencia entre san Carlos Borromeo -y junto con él todos los santos Confesores de la fe- y el episcopado actual? La caridad, es decir, el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo por Él. En efecto, fue el fuego de la Caridad, iluminada por la Fe, lo que animó a San Carlos con celo apostólico durante toda su vida. Sin Caridad, habría dejado a los herejes en la herejía y no habría combatido sus errores. Sin Caridad, no habría ayudado a los pobres, a los enfermos, a los apestados. Sin Caridad, no habría velado por la formación de los clérigos, la disciplina de los sacerdotes y religiosos, la reforma de las costumbres de los párrocos, el decoro de la Santa Liturgia. Sin Caridad, habría pedido a los católicos ingleses, en nombre de la inclusividad, que dialogaran con su reina hereje, enemiga acérrima de los “papistas”. Sin Caridad, que nos hace amar a Dios en su sublime Verdad y detestar todo lo que oscurece su enseñanza, san Carlos no habría asistido al Concilio de Trento para definir con más contundencia los puntos de la doctrina católica impugnados por luteranos y calvinistas, sino que habría tratado de suavizar toda divergencia teológica para que no se sintieran excluidos y juzgados. Habría marginado a los buenos sacerdotes y fieles, acusándoles de rígidos y burlándose de ellos en sus escritos u homilías. No se habría preocupado en velar por la moralidad del clero, promoviendo en cambio a los indignos para asegurarse su complicidad. Es decir, habría actuado como los obispos del Vaticano II o como los cortesanos de Santa Marta, abandonando a las almas al peligro de la condenación eterna y descuidando sus propios deberes de Pastor y Sucesor de los Apóstoles. Habría demostrado que no amaba a Dios, pues quien no lo reconoce tal como Él se ha revelado, no puede amarlo en sus divinas perfecciones; y quien deja que una sola alma se pierda alejándose del Señor sin tratar de convertirla, no ama al prójimo porque no quiere su bien, sino su aprobación o peor aún, su complicidad. Si Borromeo se hubiera comportado así, se habría amado a sí mismo y a la proyección ideológica de “su” Iglesia, frustrando los talentos que había recibido, y hoy no lo estaríamos celebrando en la gloria de los Santos, sino que lo recordaríamos recordándolo en el rollo de los heresiarcas. Si Borromeo se hubiera comportado según el “todos, todos adentro” del inquilino de Santa Marta, se habrían perdido las almas que la Providencia puso en su camino para ser salvadas.
Si queremos tener una prueba más del abismo que separa a los Santos Pastores -y a san Carlos entre ellos- de los mercenarios que infestan hoy la Iglesia de Cristo, nos basta imaginar cómo juzgaría a los participantes en el Sínodo sobre la Sinodalidad, y qué diría de la condena de Bergoglio a quienes “se limitan a proponer de nuevo en forma abstracta fórmulas y esquemas del pasado”, de su llamado a una “evolución de la interpretación” de las Sagradas Escrituras, del culto a la Pachamama, de su permanecer parado coram Sanctissimo, de la Declaración de Abu Dhabi, del supuesto rol de las mujeres en el gobierno de la Iglesia, de su disposición a abolir el Santo Celibato, de admitir concubinas y divorciados a la Comunión, de bendecir uniones homosexuales y de promover la ideología LGBTQ+, de haber promocionado un fármaco dañino y mortal, de ser un celoso partidario de la Agenda 2030. Y no pensamos que la reacción de san Carlos sería una excepción: no hay ni uno solo de los Santos, Doctores, Papas hasta Pío XII incluido que aprobaría nada de lo que está pasando en el Vaticano. Por el contrario, todos ellos reconocerían indistintamente en las acciones de gobierno y de pseudo magisterio de las últimas décadas -y del actual “pontificado” en particular- la obra del Enemigo infiltrado en los recintos sagrados, y no dudarían en condenarla sin apelación, y con ella a sus artífices, del mismo modo que todos ellos condenaron los errores de su tiempo y multiplicaron los esfuerzos para proteger al rebaño confiado a ellos y confirmarlo en la Verdad.
Iglesia y anti-Iglesia se enfrentan, en este momento epocal, de modo que aparezca en toda su cruda realidad el mysterium iniquitatis que hasta ahora habíamos visto surgir episódicamente -y combatido enérgicamente por parte de santos pastores- en el curso de la historia.
Por un lado, la Iglesia de Cristo, acies ordinata, movida por la Caridad en la Fe para gloria de Dios y la santificación de las almas, en la gratuidad de la Gracia. Semper eadem, en la inmutabilidad que le viene de su Cabeza, que es Dios perfectísimo y cuya palabra es estable para siempre. Por otro lado, la sinagoga de Satanás, la anti-Iglesia conciliar y sinodal, cuyos ministros corruptos se dejan llevar por el interés propio, por la sed de poder y de placeres, cegados por el orgullo que les hace anteponerse a la Majestad de Dios y a la salvación de las almas: una secta de traidores y renegados que no reconocen ningún principio inmutable, sino que se alimentan de la provisionalidad, de las contradicciones, de los equívocos, de los engaños, de las mentiras y de los chantajes viles. Esta anti-Iglesia no puede sino ser intrínsecamente revolucionaria, porque su subversión del orden divino no acepta a priori nada eterno, y de hecho lo aborrece precisamente porque es inmutable, porque no puede manipularlo, desde el momento que no hay nada que añadir o modificar a la perfección. La revolución permanente, seña de identidad del actual establishment eclesiástico, ha seducido a muchos fieles y clérigos con los halagos de la mentalidad liberal y del pensamiento hegeliano, haciendo creer a muchos moderados que su momentánea quietud es suficiente para garantizar una imposible convivencia entre Tradición y Revolución, por el solo hecho que se deje celebrar la Misa antigua a cambio de aceptar el compromiso y no cuestionar el Vaticano II, como los judíos con los sacerdotes de Baal en tiempos del profeta Elías.
El adagio católico Nihil est innovandum –No hay que cambiar nada– no es un estéril atrincheramiento en posturas preconcebidas por miedo a enfrentarse a lo nuevo, como nos quieren hacer creer los falsos pastores infiltrados en la Iglesia. Por el contrario, expresa la serena conciencia de que la Verdad de Cristo -que es Cristo mismo, Λόγος, Verbo eterno del Padre, Alfa y Omega- no conoce la corrupción del tiempo, porque pertenece a la perfección de Dios: veritas Domini manet in æternum(Sal 116, 2). Es por eso que no hay, ni puede haber, ningún cambio sustancial en la enseñanza de la Iglesia: porque su Magisterio es y debe ser el de su divino Fundador. Y si hay algo que el bien de las almas exige sacar a mayor luz, debe consistir siempre y en todo caso en nuestra propia reforma personal, es decir, en reconducir a la fidelidad de la forma original nuestra respuesta a la enseñanza inmutable de Nuestro Señor. Porque no es la perfección eterna de Dios la que debe adaptarse a nuestra miserable mutabilidad, sino que es nuestra infidelidad la que debe tener como modelo y meta la conformidad con la voluntad de Dios: sicut in cœlo et in terra.
Por primera vez en la historia, en esta batalla entre la Iglesia y la anti-Iglesia, la primera no sólo es marginada y perseguida, sino que se ve defraudada también por la autoridad suprema del Romano Pontífice, usurpada y utilizada para demolerla desde los cimientos, para hacer oficial una transición que comenzó hace sesenta años. Barco sin timonel en una gran tempestad (Inf. VI, 77). Si no tuviéramos la promesa de Cristo con el Non prævalebunt se nos haría creer que ahora triunfan las puertas del infierno. Pero sabemos que la aparente victoria del Enemigo está tanto más cerca del fin cuanto mayor es la arrogancia de los que se atreven a desafiar a Nuestro Señor, y que nuestras tribulaciones son el bendito castigo terrenal con que Él nos purifica, poniéndonos delante el horror de la apostasía de un Papa y con él la de tantos obispos. Demos gracias entonces a la divina Majestad por haber hecho caer tantas máscaras, detrás de las cuales se ocultaban almas perdidas. Máscaras que cayeron sobre todo durante la farsa del Sínodo, y que nos permiten comprender cuán verdaderas y actuales son las palabras del Señor: Nadie puede servir a dos señores (Lc 16, 13).
Junto a la Caridad está siempre la santa Humildad, nutricia de esta Virtud teologal. San Carlos fue un hombre y un pastor verdaderamente humilde. No en despojarse de su dignidad cardenalicia o episcopal; no en el comportarse o en el hablar de manera tosca, afectando a la sencillez; no en alardear de una pobreza fingida seguida de fotógrafos, ni en el besar la mano de los grandes usureros de la Sinagoga, ni en fingir compasión por los pobres utilizada como bandera ideológica. San Carlos fue humilde y pobre en secreto, lejos de los ojos de las masas, donde sólo el Señor ve la pureza de nuestras intenciones y la sinceridad de nuestros corazones.
Frente a la crisis que padece la Santa Iglesia y ante la apostasía de la Jerarquía, debemos tomar ejemplo de lo que hizo san Carlos y, al mismo tiempo, evitar hacer lo que San Carlos evitó: una regla de oro que nos permitirá discernir cómo comportarnos en estos tiempos terribles. Esto vale ciertamente para los fieles, pero eminentemente para los Ministros de Dios y los Religiosos, que pueden encontrar en el gran Arzobispo de Milán un modelo de vida y de santidad. Un modelo que sigue siendo válido precisamente porque tiene como única finalidad el amor a Dios y al prójimo, y no persigue el espíritu de los tiempos ni busca complacer al Príncipe de este mundo. A esto nos invita la oración de la Misa: Oh Dios, que adornaste tu Iglesia con las saludables reformas llevadas a cabo por san Carlos, tu Confesor y Pontífice, concédenos sentir su celestial protección, mientras en la tierra imitamos su ejemplo. Y así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
4 de noviembre 2023
In Festo Sancti Caroli Borromæi,
Episcopi Mediolanensis et Confessoris
Publicado en italiano el 6 de noviembre de 2023, en https://www.marcotosatti.com/
Traducción al español por: José Arturo Quarracino
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Categoria: Generale
Creo, sinceramente, que Monseñor tiene muchos méritos y muy buenas intenciones. Pero se ha dejado influir por el “circulo de las ideas lefebvrianas”. No conoce nada a San Pío X, ni a Pío XII, ni a Juan XXIII, ni a Pablo VI, ni a Juan Pablo II.
1. San Pío X. El Papa Sarto reformó drásticamente el Breviario Romano hasta el punto de ser acusado de ” revolucionario”. Instituyó una Comisión para la Reforma de la Liturgia, presidida por Monseñor Piacenza, para devolver “a este edificio litúrgico el esplendor de toda su dignidad y armonía, una vez haya sido limpiado de la suciedad del envejecimiento” ( Motu Proprio Abhinc duos annos, 23 de octubre de 1913).
2.Pío XII. Restauró la Semana Santa, comenzando por la Vigilia Pascual en 1951 que culminó con el Decreto “Maxima Redemptionis nostrae Mysteria” de la Sagrada Congregación de Ritos en 1955. Suprimió Vigilias y Octavas. Simplificó las Rúbricas. Mitigó el Ayuno Eucarístico. Permitió las Misas Vespertinas y las lenguas vernáculas en el Ritual Romano. El Padre Martínez de Antoñana, Claretiano español y experto en Liturgia decía ya en 1957 “estamos a la espera de una reforma del Misal y el Breviario que en Roma se prepara” (Manual de Liturgia Sagrada, Madrid 1957). Además el Papa Pacelli publicó una nueva versión latina del Salterio, que aún brilla por su inteligibilidad y claridad.
3. Juan XXIII. Su piedad está fuera de toda duda. Basta con leer el “Giornale dell’anima” y su entrañable devoción al Papa Pío IX, a San José, al Santo Rosario y a la Preciosísima Sangre de Cristo. Prosiguió en materia litúrgica el trabajo de su Antecesor con el Motu Proprio “Rubricarum Instructum” unificando y clarificando las Rúbricas.
4. Pablo VI. Aparte de la publicación de la Encíclica Mysterium Fídei, hizo la Solemne Profesión de Fe, llamada el Credo del Pueblo de Dios en 1968 reafirmando la perenne Fe de la Iglesia. En la Alocución tenida en la Basílica de San Pedro el 29 de junio de 1978, en el decimo quinto aniversario de su Coronación, después de hacer un repaso a todos los actos de su Pontificado pudo decir “Fidem servavi”. En la renovación de los libros litúrgicos, siguiendo el mandato del Concilio Vaticano II, aunque no faltaron dificultades, resplandece una noble sencillez, siguiendo los pasos ya emprendidos por el Papa Pío XII. Son de destacar los bellísimos Prefacios del Misal y la Liturgia de las Horas con sus hermosísimos Himnos Latinos instaurados, sacados del riquísimo repertorio de la Tradición. Una preciosa Instrucción precede al nuevo Oficio Divino. Tengo que resaltar que el Cardenal Mindszenty fué obsequiado a su llegada a Roma con el primer volúmen del nuevo Breviario (Memorias) y concelebró al lado del Papa Pablo VI con el nuevo Misal (Memorias).
5. Juan Pablo II. De todos es conocido su entrañable amor a la Santísima Virgen María. Me complace señalar aquí la honda emoción que experimenté al oírle decir que rezaba el Oficio Parvo de la Inmaculada, el mismo que mi abuela rezaba, y que el Santo Pontífice glosó repetidas veces en sus Oraciones ante el monumento de la Paza de España en Roma cada 8 de diciembre. Me agrada recordar su voz bellísima al cantar el Prefacio de la Misa Papal en San Pedro.
Y concluyo. En esta hora grave para la Humanidad y para la Santa Iglesia, agradezco los desvelos de Su Excelencia. Pero la Verdad se impone. Y ya no podemos desconocer quien es Bergoglio y que nada tiene que ver con los Santos Pontífices arriba mencionados ni con el Cuerpo Místico de Cristo UNAM SANCTAM ET APOSTOLICAM ECCLESIAM.