VIGANÒ: LA PANDEMIA CASTIGA LA INFIDELIDAD DE LA IGLESIA.
31 Marzo 2020
Marco Tosatti
Buena lectura.
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Excelencia, ¿con qué mirada el cristiano debe evaluar la epidemia del Covid-19?
La pandemia del Coronavirus, como todas las enfermedades y la misma muerte, son una consecuencia del Pecado Original. La culpa de Adán, cabeza del género humano, le privó y a sus descendientes, no sólo de la Gracia, sino de todos aquellos dones que Dios le había dado con la Creación. Desde aquel momento la enfermedad y la muerte entraron en el mundo, como castigo por haber desobedecido a Dios. La Redención anunciada en el Protoevangelio (Génesis 3), profetizada en el Antiguo Testamento y llevada a cumplimiento con la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor rescatando de la condenación eterna a Adán y a su descendencia, pero ha permitido que las consecuencias permanezcan como recuerdo de la antigua caída y sean sólo ridemensionadas por la Resurrección de la carne, como profesamos en el Credo y tendrá lugar antes del Juicio Universal. Todo esto se debe recordar, especialmente en un momento en que los principios básicos del Catecismo son ignorados o negados. El católico sabe por tanto, que la enfermedad, y de la misma manera las epidemias, el sufrimiento, la privación de los seres queridos, se deben aceptar con fe y humildad también en expiación por nuestros pecados personales. Gracias a la Comunión de los Santos -através de la cual los méritos de cada bautizado se comunican también a los otros miembros de la Iglesia- podemos ofrecer todas las pruebas para el perdón de los pecados de los otros, por la conversión de los que no creen, para aliviar la purificación de las almas santas del Purgatorio. Una desventura como el Covid-19 puede ser una preciosa ocasión para crecer en la Fe y en la Caridad operante. Como se ve, limitarse sólo al aspecto meramente clínico de la enfermedad -que obviamente debe ser combatida y curada- quita toda dimensión trascendente en nuestra vida, privándola de la mirada sobrenatural sin la cual es inevitable encerrarse en un sordo egoísmo sin esperanza.
Algunos exponentes de la jerarquía y sacerdotes han afirmado que «Dios no castiga» y que considerar el coronavirus como un flagelo «es una idea pagana». ¿Está de acuerdo?
El primer castigo, como hace poco decía, fue inflingido a nuestros Progenitores. Pero como recita el Exsultet que entonaremos la noche del Sábado Santo: O felix culpa, qui talem ac tantum meruit habere Redemptorem! ¡Felíz culpa, que nos mereció tal Redentore!. Un padre que no castiga, demuestra que no ama al hijo, sino que se desinteresa; un médico que observa indiferente al enfermo que empeora hasta la gangrena, no quiere su curación. El Señor es Padre amoroso que nos enseña como debemos comportarnos para merecer la beata eternidad del Cielo, y cuando con el pecado desobedecemos Sus preceptos, no nos deja morir, y sale a nuestro encuentro, enviandonos tantas señales -y a veces severas justamente- para que nos revisemos, arrepintámos, hagamos penitencia y retornemos a su amistad. “Serán mis amigos, si hacen lo que les mando”. Me parece que no hay lugar para equívocos, en éstas palabras del Señor. Quisiera añadir que la verdad de un Dios justo que premia a los buenos y castiga a los malvados es parte de la herencia común a la ley natural que el Señor ha inscrito en todos los hombres de todas las épocas: una llamada insustituible del Paraíso terrestre, que consiente también a los paganos el comprender cómo la Fe Católica sea el necesario cumplimiento de lo que a ellos sugiere un corazón sincero y bien dispuesto. Me desconcierta que hoy, en vez de evidenciar esta verdad inscrita profundamente en el corazón de cada hombre, aquellos que parecen nutrir tanta simpatía por los cultos paganos no acepten la única cosa que desde siempre la Iglesia ha considerado importante para atraerles a Cristo.
¿Su excelencia considera que han habido pecados que han suscitado la ira de Dios de forma particular?
Los crímines de los que cada uno se nosotros se mancha delante de Dios, son golpes de martillo sobre los clavos que han atravesado las Manos de Nuestro Redentor, un latigazo que ha desgarrado la carne de Su Santísimo Cuerpo, un salivazo a Su amorosa Santa Faz. Si tuvieramos delante de los ojos este pensamiento, ninguno de nosotros osaría pecar tanto. Y quien ha pecado nunca terminaría de llorar por el resto de sus vidas. Sin embargo ésta es la realidad: en Su Pasión, nuestro divino Salvador ha cargado sobre si no sólo el Pecado Original, sino también todos nuestros pecados, de todos los tiempos y de todos los hombres. Y lo que más admira es que Nuestro Señor ha querido afrontar la muerte en Cruz, cuando tan sólo una gota de Su Preciosísima Sangre bastaba para redimirnos: Cujus una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere, como nos enseña Santo Tomás. Pero además de los pecados que se cometen personalmente, también estan los que cometen la sociedad, las naciones. El aborto, que incluso durante la pandemia continua asesinar niños inocentes; el divorcio, la eutanasía, el horror del mal llamado matrimonio homosexual, la celebración de la sodomía y de las peores perversiones, la pornografía, la corrupción de los pequeños, la especulación de las élites financieras, la profanación del Domingo…
¿Le puedo preguntar por cuál motivo hace distinción entre culpa personal y culpa de las naciones?
San Tomás de Aquino nos enseña que, como es deber de cada uno reconocer, adorar y obedecer al Verdadero Dios, así la sociedad -compuesta por individuos- no puede dejar de reconocer a Dios y procurar que las propias leyes consientan a sus miembros alcanzar el bien espiritual a los que estan destinados. Naciones que no solo ignoran a Dios, sino que lo niegan abiertamente; que imponen a los súbditos aceptar leyes contrarias a la Moral natural y a la Fe Católica, como el reconocimiento del derecho al aborto, la eutanasia y la sodomía; que se mueven para corromper a los niños, profanando su inocencia; que consienten el derecho de blasfemar la Divina Majestad, no pueden considerarse extentos del castigo de Dios. Así los pecados públicos requieren pública confesión y pública expiación, si quieren obtener público perdón. No olvidemos que la comunidad eclesial, en cuanto ella también es sociedad, no está ausente de los castigos divinos, allá donde sus jefes sean responsables por ofensas colectivas.
¿Quiere decir que también exísten culpas en la Iglesia?
La Iglesia es indefectiblemente santa de por sí, porque es el Cuerpo Místico de Nuestro Señor, y sería no sólo temerario sino blasfemo pensar que la divina institución que la Providencia ha puesto sobre la tierra como dispensadora de la Gracia y única Arca de Salvación, pueda, aun mínimamente, ser imperfecta. Las letanías que atribuímos a la Virgen Santísima – que es Mater Ecclesiæ, justamente – se aplican también a la Iglesia: ella es medianera de todas las Gracias, através de los Sacramentos; es Madre de Cristo, que genera los miembros; Arca de la Alianza, osea, custodia del Pan Celeste y de los Mandamientos; la Iglesia es refugio de los pecadores, que concede el perdón de los pecados en el Sacramento de la Confesión; salud de los enfermos, a los que ha prodigado cuidados siempre, reina de la paz, que promueve entre los pueblos predicando el Evangelio. Pero también es terribilis ut castrorum acies ordinata, porque el Señor ha dado a sus ministros el poder de expulsar los demonios y la autoridad de las Santas Llaves, gracias a las que ella puede abrir o cerrar las puertas del Cielo. Y no olvidemos que la Iglesia no es sólo la Militante en la tierra, sino también la Triunfante y la Purgante, de las que los miembros son todos santos. Pero también es verdad que si la Iglesia de Cristo es Santa, puede ser pecadora en sus miembros en la tierra asi como en la jerarquía. En estos tiempos difíciles, por desgracia tenemos demasíados ejemplos de eclesiásticos indignos, con escándalos de abusos demostrados por parte de clérigos y para colmos de altos prelados. La infidelidad de los sagrados pastores y el escándalo hacia sus hermanos y multitudes de fieles, no solo al respecto de la lujuria o la ambición de poder, sino diría -y digo sobre todo- cuando golpea la integridad de la Fe, la pureza de la doctrina y la santidad moral, desbordándo en episodios de inaudita gravedad, como por ejemplo en el caso de la adoración del ídolo de la pachamama en el Vaticano. Estoy seguro que el Señor está particularmente molesto por la multitud de pecados y escándalos por parte de aquellos que deberían ser de ejemplo y modelo a la grey a ellos confiada. Tampoco olvidemos que el ejemplo ofrecido por gran parte de la jerarquía no es sólo de escándalo para los Católicos, sino además para mucha gente que, aun no teniendo la gracia de pertenecer a la Iglesia, ven en ella un faro y un punto de referencia. Y no solo: éste flagelo no la exime, en su misma jerarquía, de cumplir un severo exámen de conciencia por haberse rendido al mundo; no se puede sustraer al deber de condenar con firmeza los errores que ha dejado correr en su seno desde el Vaticano II, y que han atraído sobre la iglesia misma y sobre el mundo justos castigos que nos hagan retornar a Dios. Me duele notar que aun hoy, cuando todos somos testigos de cómo se abate contra el mundo la cólera divina, se continua ofendiéndo la Majestad de Dios hablándo de la «venganza de la madre tierra que reclama respeto», como ha afirmado papa Bergoglio hace unos días en una enésima entrevista. Urge por tanto pedir perdón por el sacrilegio perpetrado en la Basílica de San Pedro, reconsagrándola según las normas canónicas antes de celebrar nuevamente el Santo Sacrificio. Y se debería del mismo modo realizar una solemne procesión penitencial -aun de solo prelados guiados por el papa- que imploren la misericordia de Dios para sí mismos y para el pueblo. Sería un gesto de humildad auténtica, que innumerables fieles esperan, en reparación por las culpas cometidas. ¿Cómo contener el desconcierto por las palabras pronunciadas en Santa Marta en el curso de la homilía del 26 de marzo del papa Bergoglio?. Ha dicho: «Que el Señor no nos encuentre al final de la vida y nos diga: “te has pervertido. Te has alejado de la via que te indiqué. Te has postrado ante un ídolo”». Uno queda del todo desconcertado e indignado al escuchar estas palabras, considerando que él mismo ha consumado a los ojos de todo el orbe, un verdadero y propio sacrilegio, incluso hasta en el Altar de la Confesión de San Pedro; una profanación, un acto de apostasía con el ídolo inmundo y demoníaco de la pachamama.
En el día de la Anunciación de María Santísima, los obispos de Portugal y de España han consagrado al Sagrado Corazón de Jesús y al Corazón Inmaculado de María sus naciones. Irlanda y Gran Bretaña hicieron lo mismo. Muchas diócesis y ciudades, en la persona de sus obispos y de las autoridades civiles han colocado sus comunidades bajo la protección de la Virgen. ¿Cómo evalúa estos eventos?
Gestos que son buenos pero insuficientes para reparar nuestras culpas y hasta ahora ignoradas por el vértice de la Iglesia, mientras el pueblo cristiano invoca a gran voz un gesto solemne y colectivo de sus pastores. Nuestra Señora en Fátima, pidió que el Papa y todos los obispos consagraran Rusia a Su Corazón Inmaculado, preanunciándo desastres y guerras hasta que no se realizara. Sus apelos no han sido escuchados. ¡Los pastores que se arrepientan y obedezcan a la Santísima Virgen!. Con todo, es vergonzoso que la Iglesia en Italia no se haya unido en esta iniciativa.
¿Cómo juzga la suspensión de las celebraciones que ha alcanzado a casi todo el mundo?
Este es un gran sufrimiento, el más grande que se la haya inflingido a nuestros fieles, especialmente a los moribundos, privándoles de la Gracia de los Sacramentos. En este momento inédito, parece que la jerarquía, con excepción de raros casos, no ha tenido ningún escrúpulo al cerrar las iglesias e impedir la participación de los fieles al Santo Sacrificio de la Misa. Pero esta actitud de los fríos burócratas, ejecutores de la voluntad del Príncipe, viene entendido por la mayoría de los fieles como una inquietante señal de falta de Fe. ¿Y cómo no darles la razón?. Me pregunto -y tiemblo al decirlo- si el cierre de las iglesias y la suspensión de las celebraciones no sea un castigo que Dios ha añadido a la pandemia. Ut scirent quia per quae peccat quis, per haec et torquetur. Para que entiendan que por dónde se peca, por allí se castiga (Sap XI, 17). Ofendido por la vileza y falta de respeto de innumerables ministros Suyos; ultrajado por las profanaciones del Santísimo Sacramento, se perpetran con la costumbre de dar la Comunión en la mano; cansado de soportar cancioncillas vulgares y prédicas heréticas, el Señor se complace, aun hoy -en el silencio de tantos altares- sentir elevarle la alabanza austera y de compostura de muchos sacerdotes que celebran la Misa de siempre, aquella que viene desde los tiempos apostólicos, y que en el curso de la historia representa el corazón palpitante de la Iglesia. Tomemos muy seriamente esta advertencia: Deus non irridetur. Comprendo y comparto, obviamente, el debido respeto de los básicos principios de protección y seguridad que la autoridad civil establece para la salud pública. Pero así como ella tiene el derecho de intervenir en materia respecto al cuerpo, la autoridad eclesiástica tiene el derecho y el deber de ocuparse de la salud del alma, y no puede privar a los fieles del nutrimiento de la Santísima Eucaristía, ni mucho menos de la Confesión y del Santo Viático. Cuando muchos negocios y restaurantes estaban abiertos todavía, muchas conferencias episcopales ya tenían dispuesto la suspensión de las funciones, sin que se los hubiera pedido la autoridad civil. Este comportamiento revela la dolorosa situación en la que se encuentra la Iglesia, dispuesta a sacrificar el bien de las almas para complacer al poder del Estado o a la dictadura del pensamiento único.
A propósito de restaurantes abiertos: ¿cómo evalúa las comidas para pobres que se han tenido en los últimos años en el interno de los lugares de culto?
Para el Católico, la asistencia a los necesitados tiene el propio motor en la virtud de la Caridad, osea en Dios mismo: Deus caritas est. Él ama por arriba de todo al Señor, y al prójimo por amor Suyo, porque nos permite -según las Bienaventuranzas evangélicas- ver a Cristo en el pobre, el enfermo, el encarcelado, el huérfano. La Iglesia siempre ha sido, desde sus inicios, un fulgurante ejemplo en éste sentido, al punto que hasta los paganos han quedado edificados. La Historia es testigo de las imponentes obras asistenciales instituídas por la beneficencia de sus fieles, aun en épocas de frontal hostilidad del Estado que se apropió de bienes de las congregaciones por el odio que la masonería nutría hacia el claro testimonio por parte de los Católicos. La atención a los pobres y marginados no es por tanto una novedad del nuevo curso bergogliano, ni la panacea de organizaciones ideológicamente alineadas. Pero es significativo que el énfasis de la ayuda a los pobres se revele no solamente privada de toda referencia sobrenatural, sino que se limita a las obras de misericordia corporal, evitándo meticulosamente aquellas de misericordia espiritual. Non solo: este último Pontificato ha decretado la renuncia al apostolado, a la misión de la Iglesia también en éste contexto, liquidándola con el término despreciativo de proselitismo. Se piensa en ofrecer alimentación, hospitalidad y cuidados sanitarios pero no se preocupa en nutrir, acoger y curar a las almas que tienen necesidad, reduciendo así la Iglesia a una ONG con finalidades filantrópicas. Pero la Caridad no es un declive filantrópico de inspiración masónica, apenas barnizada de vago espiritualismo, sino todo lo contrario. Hoy la solidaridad niega que exísta una sóla Religión verdadera, y que su mensaje salvífico sea predicado a quien no pertenezca todavía a Ella. Non solo: a causa de las desviaciones que penetraron en la Iglesia con el Concilio en materia de libertad religiosa y ecumenismo, los entes asistenciales terminan confirmando a las personas a ellos confiadas en el error del paganismo o ateísmo, llegando hasta a ofrecerles lugares de culto para que puedan rezar. También hemos visto Misas durante las cuales, con explícita petición del sacerdote, en el puesto del Evangelio se ha proclamado el corán o, para mencionar casos recientes, se ha dado la posibilidad de practicar ritos idólatras en iglesias católicas. Creo que la decisión de destinar las iglesias para comedores y dormitorios para acoger necesitados sea un fenómeno que revela esta hipocresía de fondo que, como en el caso del ecumenismo, utiliza un pretexto aparentemente loable -asistir a los necesitádos, acoger refugiados, etc- como instrumento para realizar progresivamente el sueño masón de una grande religión universal, sin dogmas, son ritos, sin Dios. Usar una iglesia como hostal, con la presencia de complacidos prelados que sirven pizzas o bocadillos con sotánas y delantales, quiere decir profanarlas; especialmente cuando quien se presta para el show sonriendo a los fotógrafos se cuida bien de no abrir las puertas de su palacio episcopal a los que considera útiles, en fondo, para alcanzar otros objetivos. Volviéndo a lo antes dicho, me parece que éstos actos sacrílegos estan en el orígen de ésta pandemia y del cierre de las iglesias. Además creo que con descaro y con demasíada frecuencia se busca espectaculizar la pobreza o el estado de necesidad de tantos desventurados -como en el caso de los clandestinos embarcados por organizaciones como verdaderos esclavos- con el único objetivo de dar marcha a la industria del recibimiento, detrás de la que se esconden mezquinos intereses económicos, pero también una inconfesable complicidad de la Europa cristiana comenzando por italia.
En algunos casos – por ejemplo en Italia, en Cerveteri- las fuerzas del orden han interrumpido las celebraciones de Misas. ¿Cómo se sitúa la autoridad eclesiástica ante estos episodios?
El exceso de celo por parte de dos guardias municipales, ciertamente excervados por el clima de alarma que se ha creado al inicio de la epidemia. Pero debe quedar claro que, especialmente en una nación como Italia -en la que rige un Concordato entre la Iglesia Católica y el Estado- a la que le es reconocida la exclusiva competencia de los lugares de culto a la autoridad eclesiástica, hubiera sido necesario que la Santa Sede y el Ordinario del lugar protestasen firmemente por una violación de los Pactos Lateranos, confirmados en 1984 y aun válidos. Una vez más, el ejercicio de la autoridad por parte de los pastores -que deriva directamente de parte de Dios- se disuelve como la nieve al sol, demostrando una pusilanimidad que pudiera un día autorizar abusos mayores. Aprovecho la ocasión para solicitar una firme condena por éstas intolerables injerencias de la autoridad civil en cuestiones de inmediata y directa competencia de la autoridad eclesiástica.
Papa Francisco ha invitato el 25 Marzo para recitar el Pater Noster a todos los Cristianos independientemente del hecho que sean Católicos, para pedir a Dios que detuviera la pandemia, dando a entender que quien profesa otras creencias podía unirse a su oración.
El relativismo religioso insinuado por el Concilio ha cancelado la persuación de que la Fe Católica sea la única vía de salvación y que el Dios Uno y Trino que adoramos sea el único Dios verdadero. Papa Bergoglio ha afirmado, en la Declaración de Abu Dhabi, que todas las religiones son queridas por Dios: ésto no sólo es una herejía, sino una gravísima forma de apostasía además de blasfemia. Porque afirmar que Dios acepta ser adorado indipendentemente de como Él se ha revelado, significa banalizar la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Salvador. Significa hacer inútil el objetivo por el que exíste la Iglesia, la razón por la que millones de Mártires han ofrecido su vida, por la que exísten los Sacramentos, el Sacerdocio y el mismo papado. Por desgracia, justo cuando se debería expiar por los ultrajes a la Majestad de Dios, hay quien pide rezarle junto a quien se niega honrar a Su Santísima Madre, exáctamente el día de su solemnidad. ¿Es éste el modo más adecuado para obtener el fin de la pestilencia?
Pero es verdad que la Penitenciería Apostólica ha concedido particulares indulgencias para los que golpeados por el contagio y cuantos les asisten materialmente y espiritualmente los enfermos.
Antes que nada, se necesita repetir con fuerza que no es posible sustituir con indulgencias a los Sacramentos. Es preciso oponerse con máxima decisión a las descabelladas decisiones de algunos pastores, los que han llegado recientemente a prohibir a los sacerdotes escuchar las confesiones o administrar bautizos. Estas disposiciones – junto a la falta de celebración de la Misa y suspención de las Comuniones- van contra el derecho divino y demuestran que detrás de todo ésto está satanás. Sólo el Enemigo puede inspirar procedimientos que provocan la perdida espiritual de tantas almas. Es como si se ordenase a los médicos no suministrar cuidados vitales a los pacientes en peligro de vida. El ejemplo del episcopado polaco, que ha ordenado multiplicar las Misas para consentir la participación de los fieles sin riesgos de contagio, debería ser asumida por toda la Iglesia, si su jerarquía tiene interés por la salvación de las almas del pueblo cristiano. Y es significativo que justamente en Polonia, el impacto de la pandemia sea inferior al de otras naciones. La doctrina de las indulgencias sobrevive a los ataques de los innovadores, y ésto almenos es una cosa buena. Pero si el Romano Pontefice tiene el poder de tomar a manos llenas del tesoro inesaurible de la Gracia, también es verdad que las indulgencias no pueden ser banalizadas, ni considerarse como rebajas de fin de verano. Los fieles tuvieron la misma impresión en ocasión del último Jubileo de la Misericordia, para el que la indulgencia Plenaria fue acordada con tales condiciones, al atenuar la conciencia de su importancia a quien las ganaba. Además se pone el problema de la Confesión Sacramental y de la Comunión Eucarística para beneficiarse de las indulgencias, pero que en las normas emanadas de la Sagrada Penitenciaría señalan sine die con un genérico «apenas sea posible».
¿Retiene que las particulares dispensas relativas a la absolución general al puesto de absolución individual puedan aplicarse a la epidemia presente?
La inminencia de la muerte legitima el recurso a soluciones que la Iglesia, en su celo por la salvación eterna de las almas a Ella confiadas, generosamente siempre ha concedido, como en el caso de absoluciones generales que se imparten a militares antes de un ataque, o a quien por ejemplo se encuentra en una nave que se hunde. Si la emergencia de un reparto de terapia intensiva no permite el acceso del Sacerdote sino en momentos limitados, y en ésta situación no le es posible escuchar las Confesiones individuales de los moribundos, la solución prospectada es legítima. Pero si esta norma quiere crear un peligroso precedente para extenderla al uso común, sin que exísta un pelígro inminente para la vida del penitente se deberá vigilar con la máxima atención, para que aquello que magnanimamente la iglesia concede en casos extremos no pase a ser la norma. Recuerdo además que las Misas transmitidas en streaming o en televisión no absuelven el precepto festivo. Esas son un apreciable modo para santificar el día del Señor, cuando es imposible ir a la iglesia. Pero debe quedar claro que la práctica sacramental no puede ser sustituida por la virtualización de la sagrado, así como es evidente que en orden natural no se puede nutrir el cuerpo mirando la imágen de un alimento.
¿Cuál es el mensaje que su excelencia da a cuantos hoy tienen la responsabilidad de defender y guiar la grey de Cristo?
Ed indispensable e indiferible una verdadera conversión del papa, la jerarquía, los obispos y de todo el clero, así como de los religiosos. Los laicos lo reclaman, mientras sufren a merced de la confusión rampante, por falta de guías fieles y confiables. No podemos permitir que la grey del Divino Pastor nos ha confiado para gobernarlo, protegerlo y conducirlo a la salvación eterna sea disperso por mercenarios infieles. Debemos convertirnos, regresar para ser totalmente de Dios, sin compromisos con el mundo. Los obispos deben tomar conciencia de la propia autoridad apostólica, que es personal, que no puede ser delegada a sujetos intermedios como las Conferencias Episcopales o los sínodos, los cuales han desnaturalizado el ejercicio del ministerio apostólico produciendo graves daños a la constitución divina de la Iglesia como Cristo la ha querido. Basta con los sínodos, basta con una malentendida colegialidad, basta con este absurdo sentido de inferioridad y cortejamento con el mundo; basta con el uso hipócrita del diálogo en el puesto del anuncio intrépido del Evangelio; basta con las enseñanzas de falsas doctrinas y el temor de predicar la pureza y la santidad de la vida; basta con los silencios miedosos ante la arrogancia del Mal. Basta con el encubrimiento de viles escándalos: ¡basta con la mentira, el engaño, las venganzas!. La vida cristiana es una milicia, no una alocada caminata hacia el abismo. A cada uno de nosotros, en razón del Orden Sagrado que hemos recibido, Cristo pide cuentas de las almas que hayamos salvado y de aquellas que hemos perdido por no haber advertido y socorrido. Volvámos a la integridad de la Fe, a la santidad de las costumbres, al verdadero Culto que agrada a Dios. Conversión y penitencia, como nos exhorta la Virgen Santísima, Madre de la iglesia. A Ella, tabernáculo del Altísimo, pidamos inspirar en los pastores la heroica determinación para la salvación de la Iglesia y por el triunfo de Su Corazón Inmaculado.
Domingo I de Pasión 2020
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